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Giorgia Meloni y la democracia italiana | Opinión

La llegada al poder en Italia de Giorgia Meloni hace poco más de un año provocó gran inquietud entre progresistas y liberales europeos, y también preocupación entre parte de los conservadores moderados. Su historial político justificaba el recelo, pero ya entonces cabía detectar las señales según las cuales, aunque no fuera por principios, al menos por intereses decidiría gobernar con la contención necesaria para evitar reacciones peligrosas para su continuidad en el poder.

Sin duda aleccionada por la muerte política de Berlusconi —que hace una década cayó en medio de turbulencias económicas y de la hostilidad de importantes actores en Italia y Europa—, Meloni sabe que el principal riesgo para su continuidad a corto y medio plazo es el fantasma de la agitación de la deuda pública sin contar con respaldo del BCE y el rechazo de palacios clave en su país (el Quirinal y Viale dell’Astronomia, la presidencia de la República y la sede de la patronal industrial, respectivamente) y en el exterior (Berlín, París, Bruselas, Fráncfort y Washington). El riesgo está mucho más ahí que en una oposición que se ve dividida y exangüe.

Con eso en la cabeza, ha optado por una gestión muy criticable en múltiples aspectos, pero sin iniciativas clamorosamente radicales, sin asaltos frontales a la democracia o a los derechos fundamentales que pudieran alentar indignación o rechazos peligrosos. En los últimos días, sin embargo, su Gobierno ha impulsado dos medidas con rasgos inquietantes que parecen representar un acelerón en su ritmo de viaje hasta ahora más bien escaso en hechos.

Por un lado, una iniciativa para reformar la estructura política del país de una forma que refuerce la posición del presidente del Gobierno y reduzca así la inestabilidad endémica. Es evidente que hay un problema de falta de continuidad política en Italia y que otros líderes intentaron corregirlo. Para conseguirlo, el Ejecutivo de Meloni presenta un plan legítimo, que discurre por los canales legales de reforma, pero que representa un engendro que, de aprobarse, debilitaría la democracia italiana reforzando de forma imprudente al Ejecutivo, entre otras cosas otorgando un disparatado premio de mayoría al partido/coalición del ganador.

En segundo lugar, se ha presentado una iniciativa para construir en Albania dos centros donde se deportaría a inmigrantes rescatados en el mar y donde, bajo jurisdicción italiana, se gestionarían sus casos. El plan plantea, como mínimo, graves dudas legales.

Está por ver cómo y hasta dónde Meloni empujará estos planes y si propondrá otros de rasgos tan o más polémicos a partir de ahora. Cabe pensar que la lógica de partida de la prudencia necesaria para la supervivencia seguirá surtiendo efecto. En cualquier caso, es interesante echar un vistazo a la democracia en la que se desarrollan estas maniobras.

La italiana es una democracia con muchas fragilidades. Los principales estudios internacionales no le otorgan buenas calificaciones. El último estudio de The Economist Intelligence Unit, por ejemplo, la situaba peor que otros países del sur de Europa como España, Portugal o Grecia. En tiempos marcados por una general tendencia de erosión de la democracia, sería una temeridad no tener en cuenta esas fragilidades.

A la vez, Italia cuenta con elementos de resiliencia. De entrada, con un presidente de la República que resulta, por atribuciones constitucionales e historia política, un eficaz mediador democrático. Además, ahora mismo, la persona que ocupa el cargo goza de una credibilidad y aprecio personal elevadísimo que le confiere gran margen de maniobra como guardián republicano.

En segundo lugar, cuenta con un sistema político que, incluso en momentos extremos como los gobiernos de Berlusconi y Meloni, mantiene una capacidad de interacción entre los distintos polos, como evidencian los gobiernos de unidad nacional conformados en la historia reciente (por ejemplo, los de Ciampi, Monti o Draghi). Se puede estar de acuerdo o no con su conformación, y desde luego con sus gestiones, pero la capacidad de converger en momentos críticos es un activo. No hay un foso insuperable en medio del hemiciclo.

Después, cabe notar que el sistema judicial no opera bajo nubes de politización tan pesadas como las que transitan por otros lares proyectando la sombra de sospechas de partidismo ante sus decisiones.

Además, cuenta con una Constitución en muchos sentidos pulcra y precisa que es una eficaz estrella polar de la vida colectiva.

El sistema político italiano no ha garantizado la continuidad de sus Ejecutivos, pero sí —junto a rasgos culturales ajenos a la arquitectura institucional— un tejido que ha mantenido junto a un país con un fuerte potencial de desgarro (con el partido comunista más fuerte de Europa occidental durante la Guerra Fría, pulsiones independentistas del Norte, el caso más espectacular de magnate con enorme poder mediático como primer ministro, entre otras vicisitudes). Incluso si se lograra arreglar de forma definitiva el primer problema —la inestabilidad de los gobiernos italianos—, sería un error perseguirlo si esto supusiera disparar otro problema tal vez mayor —un desgarro brutal del tejido político—.

El presidente de la República y la Corte Constitucional son buenos guardianes ante posibles desmanes. La Constitución, una referencia luminosa y prudente. Entre otras cosas, contiene un elemento de reflexión para el debate que incendia España: los padres constituyentes antifascistas italianos sí incluyeron explícitamente la amnistía en el texto fundamental. Lo consideraron un instrumento de tanto calado político y moral que requirieron para su aprobación una mayoría de dos tercios en ambas Cámaras (artículo 79). Pero es otro país, y cada país tiene sus reglas. Y sus problemas.

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Samuel Suarez

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