Jirbet Zamuta ya no existe. Los 250 habitantes de esta precaria localidad en los inhóspitos cerros al sur de la ciudad cisjordana de Hebrón mantuvieron el tipo durante tres años, pero las agresiones y amenazas de los colonos ultranacionalistas de la zona en las últimas semanas, a raíz del ataque de Hamás, han llegado a tal punto que se han resignado a deshacer sus casas y montarlas de nuevo a pocos kilómetros, con la esperanza de que la distancia física les proteja de alguna manera.

Las furgonetas cruzan cargadas con pienso, colchones o piezas de hojalata y madera de sus chabolas. Sobre la parte trasera de una camioneta asoma un cartel de un proyecto de cooperación internacional que hoy ―último día de la mudanza forzada― resulta casi sarcástico: “Apoyo humanitario a los palestinos en riesgo de traslado forzoso en Cisjordania”. Lo financiaba la Unión Europea y varios países comunitarios, entre ellos España, como se puede ver en los logotipos.

El “riesgo” existía antes de la actual guerra de Gaza, pero se ha disparado desde entonces. Entre 2022 y el pasado 7 de octubre, más de 1.100 personas, principalmente beduinos que viven de la agricultura y la ganadería, tuvieron que deshacer sus comunidades y buscar un nuevo hogar por la violencia de los colonos, en un fenómeno que ya tildaban de preocupante organismos internacionales y ONG. Se desplazan a otros lugares de Cisjordania, a pocos kilómetros del lugar donde vivían. Seis comunidades fueron completamente desplazadas y una veintena, parcialmente, según datos de septiembre de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas (OCHA).

La cifra de estas últimas cuatro semanas, con Cisjordania en ebullición y todos los ojos puestos en Gaza, se acerca al de esos 21 meses previos: 828 desplazados forzosos, 313 de ellos niños, según la OCHA. Por un lado, el ambiente imperante de venganza no ayuda a que los soldados protejan a los cisjordanos frente a las acciones de sus connacionales más radicales, que claman venganza contra todos los palestinos por el ataque en el que Hamás mató a 1.400 personas.

No es solo la sensación de mayor impunidad. También la movilización castrense. Algunos colonos ultranacionalistas religiosos están en el cupo de más de 300.000 reservistas llamados a filas, pero lo cumplen sin cambiar de base. Es decir, algunos de quienes hasta el día 7 solo podían obtener un arma corta y no eran la autoridad pueden vestir ahora uniforme militar y llevar armas largas.

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Desde el inicio de la guerra, hay siete incidentes relacionados con colonos de media cada día en Cisjordania, según datos de OCHA. Los tres al día de los primeros ocho meses del año (en los que el ultranacionalismo religioso pasó a tener un peso inédito en el Gobierno israelí) era ya la media más alta desde que la ONU comenzó a contabilizarlos en 2006.

En Jirbet Zamuta, Abdul Halim al Til, de 40 años, cuenta cómo ha sido el deterioro. Hace unos años sacaba a pasar su ganado (su principal fuente de ingresos) sin problema. Luego, los colonos comenzaron a entrar de noche para vaciarles los depósitos de agua (el poblado no puede conectarse a la red de agua corriente) y asustar al ganado con drones. “Desde que empezó la guerra, no nos atrevemos a avanzar más que unos metros. Enseguida viene el ejército”, dice mientras se disculpa por no poder ofrecer nada más que un vaso de cola-cola caliente.

“Aquí, ahora, vivir es imposible, y la vida es lo más importante. No hay seguridad. Desde que empezó la guerra, los colonos y los soldados vienen todos los días, al amanecer y al anochecer. Pegan a la gente, queman las casas, rompen las ventanas o nos vacían los depósitos de agua”, asegura Moaz al Til entre los últimos restos de Jirbet Zamuta: casas de cemento a las que ya han quitado el techo de zinc y en las que aún se pueden ver un par de narguiles (pipas de agua), ropa tirada y hasta las últimas patatas y cebollas. Un señor mayor solloza frente a su chabola, con la nevera ya en el exterior y frente a un pequeño remolque-cisterna de agua.

Los testimonios subrayan una idea: ya no está claro si llegan colonos apoyados por soldados o son todos soldados. “Hay colonos que conocíamos de vista, que sabíamos que venían del asentamiento y ahora vienen en uniforme”, señala Moaz. La semana pasada, cuenta, pusieron a su padre un fusil en la cabeza y le dijeron: “Si no os vais, os matamos a todos”.

“Yo no estoy armado. Ellos, sí. Vienen y nos pegan, pero si yo tiro una piedra, me arrestan. Pues me acabo yendo. Se acabó. Este es el último día y aquí ya no volvemos. En el siguiente sitio, veremos qué tal. Y si volvemos a tener problemas allí, nos iremos a otro”, añade.

Jirbet Zamuta simboliza el paso del anterior “esfuerzo para expulsar” a las comunidades, “dirigido por el Estado” de Israel por medios administrativos y jurídicos, a la fase actual, en la que “la violencia de los colonos” funciona como punta de lanza, asegura Yehuda Shaul, activista y cofundador del centro de análisis Ofek.

En este contexto, la estructura de la ocupación militar israelí de Cisjordania deja a las comunidades sin más ayuda que la presencia de un puñado de activistas ―principalmente israelíes, que se turnan como pueden entre una y otra para ejercer de elemento de disuasión― y de algunos proyectos de la UE que acaban demolidos sin consecuencias.

Dos sistemas legales paralelos

Jirbet Zamuta está en zona C, la mayor (60%) de las tres en las que quedó dividida Cisjordania por los Acuerdos de Oslo de 1993 y donde el ejército israelí tiene pleno control, tanto administrativo como de seguridad. Allí viven medio millón de colonos judíos y 300.000 palestinos, con dos sistemas legales paralelos: la ley civil israelí, para los primeros, y la marcial, para los segundos. Los palestinos tienen virtualmente prohibido construir en zona C, con más del 90% de peticiones rechazadas y una demolición cada dos días. De hecho, edifican sin permiso y, a menudo, ni lo solicitan. Además, las más de 200 comunidades ganaderas no “reconocidas” por Israel, como Jirbet Zamuta, no pueden conectarse a la red eléctrica o de agua, y todas sus construcciones ―sean de cemento, chabolas, estructuras agrícolas o una placa solar― son consideradas ilegales.

La Autoridad Nacional Palestina (ANP) no puede actuar en zona C, pero ofreció su ayuda al jefe del consejo municipal, Fayez al Til. “Les respondí: ‘La única ayuda que necesito es que desaparezca ese asentamiento desde donde bajan los colonos. Y eso no me la podéis dar”, cuenta junto a la escuela.

Desierta Jirbet Zamuta, los activistas tratan de evitar que la cercana Susia corra la misma suerte. “Llevo 20 años teniendo esperanza, pero me están dando ganas de abandonar”, señala uno de sus residentes y su principal activista, Nasser Nawaya. Todas sus construcciones tienen orden de demolición. No se ha aplicado por la presión internacional tras dos décadas de batalla legal en las que ha pasado de 80 a 32 familias [unas 300 personas] y en las que ha sido demolida y reconstruida.

Pero estos días son distintos. “Hoy no podemos distinguir colonos y soldados […] Hay colonos que conocemos, sobre los que hemos presentado quejas, los hemos visto pegar. Hoy ellos son el ejército, tienen la ley en sus manos”, cuenta Nawaya, antes de recordar que un soldado con quien nunca había tenido problemas les dijo recientemente: “Te vamos a explotar la casa, como en Gaza”. “Estos días nos miran como si todos los palestinos hubiésemos hecho el ataque [del día 7]”, lamenta.

Vista panorámica de la ciudad de Hebrón, este miércoles.
Vista panorámica de la ciudad de Hebrón, este miércoles.Álvaro García

Todos los accesos en coche están bloqueados, así que no pueden salir por carretera a comprar alimentos o vender sus mercancías en las mucho mayores Hebrón o Yata. El pasado día 16, cuenta, un grupo de israelíes entró en su casa con la cara tapada y les quitó enseguida los teléfonos, para que no pudiesen grabar. Tras dos horas, les dieron dos opciones: “Os marcháis en 24 horas u os matamos”, relata.

Nueva forma de expansión

Aunque la guerra ha acelerado los desplazamientos forzosos, el fenómeno ya llevaba un ritmo preocupante. El pasado septiembre, los 89 miembros del poblado de Al Qabun se trasladaron a tierras de Al Mugayer, en el norte de Cisjordania. “Teníamos miedo y dijimos: ‘o nos quedamos todas las familias o nos vamos todas juntas”, contaba Hassan Abu al Qbash en el nuevo emplazamiento, tras relatar que los colonos ―generalmente armados― merodeaban por la zona de noche y hasta entraban en las casas, dañaban las cisternas, provocaban incendios, liberaban el ganado o lo asustaban pasando en todoterrenos con música a todo volumen. Algunos de estos incidentes están documentados. “Han llegado a abrir la nevera, quitarnos los teléfonos y empezar a interrogarnos”, señalaba Abu al Qbash, antes de pronunciar una queja habitual: si alguien de su clan llamaba a las fuerzas de seguridad, estas llegaban tarde o nunca.

En Qabun solo quedaba un puñado de muebles al raso y el esqueleto de una escuela, aún con las cartulinas para enseñar las estaciones del año. Y en Al Mugayer, las noches son más frías y hay menos pasto. “Desde el norte de Tubas hasta el sur de Hebrón [toda Cisjordania en vertical], no nos quedaban muchas más opciones”, lamenta. “Somos originariamente campesinos. Es lo que sabemos hacer”.

La dinámica está vinculada a una nueva forma de expansión territorial: los asentamientos-granja. Un puñado de estructuras sobre una loma donde vive una familia, más un grupo de adolescentes ultranacionalistas que trabajan la tierra y se encargan del ganado. Para Shaul, son “la forma más exitosa de tomar territorio desde 1967″. El movimiento colono se ha afanado en establecerlos desde la década pasada y hoy rondan los 70. “Se trata de un nuevo concepto que permite tomar gran cantidad de tierra con muy poca gente”, explica Dror Etkes, activista israelí que sigue desde hace años la evolución de los asentamientos y fundador de la ONG Kerem Navot. Hace un año y medio, según sus cálculos, ocupaban un 7% de la zona C de Cisjordania. El pasado septiembre, un 10%. Aún no ha calculado cuánto ahora.

Un vehículo de la Policía israelí patrulla por una carretera del sur de Cisjordania.
Un vehículo de la Policía israelí patrulla por una carretera del sur de Cisjordania.Álvaro García

Los asentamientos-granja no solo son ilegales para la comunidad internacional, sino también para Israel, por haber sido levantados sin permiso. Unos pocos han sido demolidos por las autoridades y posteriormente reconstruidos. Pese a ello, no suelen tardar en recibir conexión de agua y electricidad, protección militar y un camino de acceso. En febrero, el Ejecutivo aprobó legalizar retroactivamente nueve, entre ellos el que motivó el abandono de Al Qabun, Malajei Hashalom. Cuatro meses más tarde, tras un atentado letal palestino en el asentamiento de Eli, el ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, espoleó a los jóvenes: “¡Id a las colinas! Aquí tiene que haber un asentamiento entero. No solo aquí, sino en todas las colinas que nos rodean.

El nacionalismo religioso ve desde hace años la zona C como un campo de batalla por la tierra. Uri Jever, director del consejo regional del asentamiento de Kiriat Arba, destacaba en 2021 la importancia de buscar puntos de desarrollo agrícola y de apostar por “agricultura seria que mantiene la tierra”. “Hay un dicho en árabe: ‘La propiedad abandonada enseña a la gente a robar’. Lo que no utilicemos, lo que no agarremos, llegará algún otro y lo cogerá”, decía en una conferencia en línea de Amana, una organización que promueve la colonización.

Este verano, Israel echó abajo la escuela de Ein Samia, una de las seis localidades cuyos habitantes habían abandonado antes de la guerra. Levantada con fondos de la UE, era la única construcción en pie desde que sus habitantes desmantelaron el resto al marcharse, dos meses antes. “El Estado de Israel no permitirá la construcción ilegal ni la toma árabe de los espacios al aire libre”, señaló entonces Bezalel Smotrich, ministro de Finanzas y responsable de los asuntos civiles en la zona.

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