A principios de los años noventa, los telediarios de noche comenzaron a tener un sello propio. Dejaron de ser una sucesión neutra, desapasionada y monótona de noticias para convertirse en formatos “de autor”, marcados por la personalidad del presentador. En cadenas distintas se medían en aquellos tiempos Pedro Altares, Miguel Ángel Aguilar y José María Carrascal, que había llegado a Antena 3 de la mano del equipo fundador de la cadena, con Manuel Martín Ferrand a la cabeza. Carrascal, nacido en El Vellón (Madrid) y fallecido el pasado viernes a los 92 años, aterrizaba en la televisión tras una larga carrera en la prensa escrita como corresponsal en el Berlín dividido y posteriormente en Nueva York. Dio el salto a la cadena empujado por el cantante Julio Iglesias, que le advirtió de las bondades y los riesgos que le depararía la pequeña pantalla. De la fama y la frustración que encerraba el medio.

Carrascal llegó a Antena 3 en 1989, cuando la cadena era un esbozo del enorme buque comunicativo que hoy es. Los estudios de San Sebastián de los Reyes estaban a medio terminar, las conexiones fallaban constantemente y la señal se cortaba cada dos por tres. Pero el veterano periodista supo suplir estos obstáculos con un formato informativo novedoso y sorprendente para los cánones de la época. Importó el estilo de los presentadores estadounidenses, que habían dejado de ser bustos parlantes. Tenía el convencimiento de que la televisión no era solo información o imágenes noticiosas. Importaba, y mucho, el espectáculo.

Su éxito como comunicador fue inmediato. Conectó con la audiencia gracias a una manera sencilla, familiar y campechana de narrar la actualidad. Su propósito, “al filo de la medianoche”, era interpretar la realidad y para ello introdujo en el telediario la opinión, sin tapujos ni medias tintas. Sus editoriales, de pie, apoyado en una esquina de la mesa, eran directos, incisivos y mordaces. Aspiraba, según decía, a ofrecer una opinión profesional autorizada sobre las cosas, porque la gente “no tiene tiempo para desentrañar lo que pasa”. Y alguien tenía que hacerlo.

Durante el Gobierno de Felipe González sus comentarios apuntaban a la yugular de los dirigentes socialistas y de la llamada beatiful people, hasta el punto de que tanto el periodista como la cadena fueron condenados por el Tribunal Supremo por difamar en 1995 a Pilar Navarro, secretaria del entonces jefe del Ejecutivo. Tampoco con el sucesor de González tuvo un trato fácil o amable. Carrascal culpó al entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, de su salida de Antena 3 y sonadas fueron sus controversias con dirigentes populares. En 1997 se despidió de la cadena “ligero de equipaje” y “con la conciencia tranquila”.

Carrascal era culto y socarrón. A menudo recurría al humor para explicar la noticia, como cuando sacaba una tarta para ilustrar la recaudación del impuesto sobre la renta. Dentro de la profesión se consideraba un “lobo solitario”. No le gustaba el corporativismo y se jactaba que de siempre había hecho las guerras por su cuenta. Le gustaba definirse como un “anarquista conservador”.

Escribió una veintena de libros, pero la televisión le hizo infinitamente más famoso que la literatura o el periodismo escrito. Llegó a retransmitir las campanadas de Nochevieja en Antena 3 y a tener un guiñol en Canal +, un personaje de látex al que los guionistas ridiculizaban tanto por sus diatribas políticas y como por su afición a las corbatas estrafalarias. En los últimos años, se mostraba crítico con la manera en la que los políticos intentan controlar la información, con declaraciones a través del plasma, ruedas de prensa sin preguntas o vídeos elaborados en las sedes de los partidos y remitidos, convenientemente empaquetados, a los medios. Carrascal pertenecía a otra estirpe de periodistas: la de aquellos acostumbrados a preguntar y a plantear cuestiones incómodas. Murió con las botas puestas. El pasado martes publicó en el diario ‘Abc’ su última columna, que abordaba la jura de la Constitución de la princesa Leonor.

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