La llorona del 25 de agosto de 2021

No hay tarea más urgente en Costa Rica que lograr que el pueblo recupere la fe en las instituciones democráticas, en los partidos políticos y en sus líderes. Erosionada por muchos años, esa confianza ha sufrido fuertes golpes derivados de escándalos de corrupción de una gravedad insospechada y sin precedentes.

La corrupción ofende a los ciudadanos, empobrece a los pueblos y subvierte la democracia.

La corrupción no se trata solo de usar el poder político para el enriquecimiento personal ilegítimo. La corrupción es mucho más que la connivencia entre servidores públicos y empresarios, o entre servidores públicos y delincuentes, para obtener ventajas ilegales o moralmente cuestionables. La corrupción no se limita a esa cara de la sociedad que es el sector público. La corrupción no es un sello en relieve en una cara de la moneda. En una sociedad moderna, y por tanto compleja, el comportamiento humano constituye una distorsión en la que no existen distinciones entre el ámbito público y el privado. Los incentivos degradantes que se inclinan a la corrupción surgen en la sociedad en su conjunto entre individuos que no pueden resistir sus instintos depredadores.

Hay otros aspectos de la corrupción que no están sujetos a sanción legal y no siempre, ni en todos los lugares, están sujetos al escrutinio de la opinión pública. Desde mi punto de vista, hay otro tipo de corrupción que es abominable y es la renuncia de los gobernantes y líderes políticos para ejercer la función educativa que les corresponde en una democracia. El doble lenguaje, decirle a los gobernados solo lo que quieren oír, no llamar, por mero cálculo electoral, las cosas por su nombre son prácticas que corrompen y degradan a los individuos, las sociedades y el sistema democrático.

Hay corrupción en el político o gobernante que confunde sus intereses personales con los intereses del Estado y la sociedad. La sed de privilegios y el deseo de obtener más riqueza en detrimento de la confianza y el bien colectivo, también se manifiestan en el ámbito privado. Si la corrupción del sector público es más visible es porque la actividad pública está sujeta a controles y regulaciones más estrictos. Con cierta frecuencia, los actos de corrupción en el sector público nacen de una incitación provocada por personas, grupos o empresas que no se detienen ante nada para obtener ventajas económicas.

Para que la corrupción se convierta en una enfermedad social, se necesita mucho más que políticos corruptos, es necesario que haya actores privados dispuestos a corromper. Ya en el siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz, una de las más grandes poetas latinoamericanas, nos entregó una joya que resumía el carácter bilateral de la corrupción: ¿Quién tiene más culpa, aunque alguien haga mal: el que peca? por la paga o por el que paga por el pecado?

De hecho, la corrupción requiere del corrupto y del corruptor. Ambos, al actuar, no carecen de valores. Todo lo contrario: hacen una elección ética que privilegia los valores del utilitarismo individual sobre los valores cívicos. Si vamos a luchar contra la corrupción, debemos educar a nuestros hijos en una ética que les haga valorar algo más que el interés individual, algo más que una ganancia material y algo más que una gratificación inmediata.

La corrupción solo tiene un antídoto: la ética. Y aprendemos ética emulando a nuestras figuras de autoridad del ámbito de las familias. La escuela nos instruye, nos da instrumentos para saber vivir, pero es en la familia donde nos educamos, nos formamos. Es en el seno de la familia donde somos esculpidos moral y espiritualmente. Un ser humano no será más ético por haber leído la Ética a Nicómaco de Aristóteles, la Ética de Spinoza, la Metafísica de la moral de Kant o la Ética de Levinas. Pero lo será si ves a tu padre y a tu madre actuar de forma correcta, límpida y recta todos los días de tu vida. Los valores que sustentan nuestra ética se aprenden en casa, desde muy temprano en la vida. Depende de la familia enseñarnos la honestidad, honrar siempre la verdad, no violar códigos de convivencia sólidamente establecidos. Es con ella que aprenderemos a ser solidarios, generosos, serviciales, leales, compasivos y toda esa constelación de valores positivos que definen a un ser humano. De esa escuela saldremos esculpidos moralmente y luego afrontaremos las vicisitudes de la sociedad con una plataforma ética.

¿Qué puede traernos una alegría más íntima que hacer lo correcto en una situación éticamente compleja? Amabilidad, paciencia, amabilidad, honestidad, generosidad, misericordia, empatía, compasión, perdón … todas estas virtudes se aprenden. La corrupción política que vivimos pone al descubierto una pésima formación temprana de la ciudadanía en el ejercicio de todas esas virtudes que son como el aceite que permite que la máquina social funcione correctamente, sin emitir chirridos que congelen la sangre. La vida social, de la que hablaba Santo Tomás, es absolutamente inconcebible sin el sólido sustento de los valores. Y con eso no me refiero a actos épicos y monumentales. En el simple acto de saludar al vecino por la mañana estamos movilizando dos valores: la cortesía y la amabilidad. La vida sin ellos sería insoportable. Una maestra de escuela hace más por Costa Rica enseñándole a sus alumnos de primer grado por qué es importante compartir, y no ser egoísta, que todos los comités de ética que pululan hoy en nuestros países. Esos valores dan forma a la arquitectura moral de una nación.

Pero todos estos valores no son impuestos por decreto, no son órdenes, no son mandamientos. Esta constelación de valores no es un código de conducta rígido, supervisado por una fuerza policial. Estos valores tienen sus raíces en el mismo humus y se alimentan del mismo suelo. Esa tierra es la familia. Es en la familia donde aprenderemos el valor supremo: amar y saber expresarlo. Es en el amor donde germinan y florecen los grandes valores del ser humano.

La ética no es un estándar moral acorazado. En su sentido más profundo, es solo un nombre alternativo para el amor. Es el amor el que da solidez a los valores, importancia y resonancia eterna en nuestra conciencia y en nuestro corazón.

Ex presidente de Costa Rica, Premio Nobel de la Paz en 1987.