El primer vuelo chárter para impulsar el

El hambre en América Latina y el Caribe aumentó en 14 millones de personas en 2020. Con esto, la región perdió lo que había avanzado en 20 años de lucha contra este flagelo.

Al mismo tiempo, la pandemia aceleró la crisis de sobrepeso y obesidad. Los ingresos de los hogares cayeron y los precios aumentaron especialmente para los alimentos perecederos que son más sensibles a las interrupciones en las cadenas de suministro y distribución. La combinación de ingresos más bajos y precios más altos de los alimentos llevó a millones de personas a hacer la transición a dietas más baratas y de menor calidad nutricional. Ya vemos encuestas que anticipan cifras elevadas de obesidad, incluso entre niñas, niños y adolescentes.

Hay 113 millones de latinoamericanos y caribeños que no pueden pagar lo que para ellos es el lujo de una dieta saludable, y están condenados a comer mal, y por lo tanto a enfermarse y vivir una vida menos plena. Incomprensiblemente, América Latina y el Caribe es la región del planeta donde es más caro consumir una dieta saludable.

La pandemia ha puesto en riesgo alrededor de 451 millones de puestos de trabajo en todo el sistema alimentario mundial. En la región, esto contribuyó al fuerte aumento de la pobreza, a la que se sumaron 22 millones de personas en nuestra región en un solo año. Este problema es particularmente grave en las zonas rurales donde el 45% de la población es pobre.

La recuperación económica y social está siendo muy desigual. Los países desarrollados podrán superar sus niveles de producto interno bruto (PIB) per cápita en 2021, pero al menos 18 países de la región tendrán que esperar tres o más años para volver al nivel que tenían en 2019.

La pandemia ha sido una catástrofe humanitaria con oleadas de repercusiones sociales y económicas, lo que nos ha hecho relegar a un segundo plano a la madre de todas las batallas de la humanidad, la relacionada con el cambio climático.

El reciente informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) ha sido una campana que nos llama a reenfocarnos. Con respecto a los sistemas agroalimentarios, nos recuerda que el 23% del total de emisiones antropogénicas netas de gases de efecto invernadero están relacionadas con la agricultura, la ganadería, la silvicultura y el cambio de uso del suelo.

Por si fuera poco, se está produciendo una revolución científica y tecnológica que está generando nuevas realidades a velocidades asombrosas. Solo un ejemplo: en 2020, las inversiones privadas en empresas de proteínas alternativas en el mundo totalizaron 3.100 millones de dólares, casi cinco veces más que el presupuesto de Embrapa, el principal centro de investigación agrícola de la región.

En este contexto, hay quienes se preguntan si es necesaria la transformación de los sistemas agroalimentarios.

Según el diccionario de lengua española de la Real Academia, el verbo transformar significa «hacer que alguien o algo cambie de forma», y también «hacer que alguien cambie sus hábitos».

¿Deberían los sistemas agroalimentarios cambiar de forma? ¿Deberían los actores de estos sistemas agroalimentarios cambiar sus costumbres, que, dicho sea de paso, nos incluyen a todos como consumidores?

Es cierto que entre los muchos sistemas agroalimentarios que existen en el planeta, no todo tiene que cambiar. No es necesario cambiar todas las dimensiones, formas y costumbres. Y también es cierto que, en muchos casos, la mejor respuesta al hambre y al cambio climático, o la epidemia de obesidad provocada por una mala alimentación, es conservar en lugar de transformar.

Pero la transformación es un signo de los tiempos. Bob Dylan lo dijo bien: «El que no está ocupado naciendo, está ocupado muriendo».

Me parece que la cuestión central no es si los sistemas agroalimentarios deberían cambiar, sino cómo deberían hacerlo.

La transformación no será un «big bang», ni será un proceso unificado, planificado centralmente y único. Será la suma de innumerables transiciones parciales, descentralizadas, con raíces y trayectorias locales y nacionales, autónomas en origen entre sí, pero vinculadas por todo tipo de interacciones. Algunos cambios serán muy profundos, otros menos, pero con el tiempo, en otros diez, veinte o cincuenta años, los sistemas agroalimentarios de nuestros hijos y nietos serán marcadamente diferentes a los de hoy.

Este es y seguirá siendo un proceso donde los ganadores serán aquellos con mayor capacidad de innovación, anticipándose a los hechos, descubriendo y ampliando soluciones y nuevas formas de producir, procesar, comercializar, comprar y vender y consumir alimentos.

Esta es una época fascinante para quienes se atreven a pensar con la mente abierta, y una época de nubarrones para quienes prefieren atrincherarse en sus formas y costumbres para resistir sin cambiar.

Representante Regional de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación.