La tranquila localidad de Lewiston se sumó este miércoles por la noche a la lista de topónimos estadounidenses ―de Uvalde a Parkland, de Columbine a Sandy Hook― asociados ya para siempre a la trágica epidemia de la violencia armada. Un militar en la reserva llamado Robert Card, instructor de tiro de 40 años con un episodio reciente por problemas de salud mental, mató al menos a 18 personas en dos tiroteos masivos, uno en una bolera en la que se estaba celebrando un torneo infantil y el otro, en un restaurante popular con su clásica ración de billares y juegos de dardos. Los ataques dejaron además 13 heridos.

Con unos 40.000 habitantes, Lewiston, segunda ciudad de Maine, Estado poco poblado al noreste del país, amaneció este jueves, junto a gran parte del condado de Androscoggin, convertida en un pueblo fantasma. El asesino, descrito en una conferencia de prensa concedida por la mañana en el Ayuntamiento por la gobernadora demócrata, Janet Mills, como un tipo “armado y muy peligroso”, se dio a la fuga tras la matanza, y más de 24 horas después seguía sin haber rastro de él.

La policía pidió a los vecinos que no salieran de sus casas y que extremaran las precauciones. La advertencia se extendió por la tarde a la zona meridional del vecino condado de Sagadahoc. Las calles de las localidades donde se produjeron los hechos, Lewiston y Lisbon, parecían sacadas de una película posapocalíptica con un puñado de extras mal pagados: una mezcla de personas sin techo, drogadictos desnortados y hombres rudos, poco amigos de hacer lo que otros les dicen que tienen que hacer. Tipos como Al, un grandullón desdentado que tenía, como casi todos en la zona, su propia teoría sobre el paradero de Card, y la compartió mientras repostaba gasolina con su camioneta. “Está muy lejos de aquí, perdido en los bosques. Pero no le tengo miedo; yo también voy armado”, advirtió.

La policía saca a una de las víctimas del lugar del segundo tiroteo masivo, un popular restaurante de Lewiston (Maine).NICHOLAS PFOSI (REUTERS)

Los periodistas llegados de todo el país se citaron desde la madrugada en los diferentes epicentros de la tragedia, cuyo acceso bloqueaba la policía, fuertemente armada. De la bolera Just-In-Time Recreation, donde Card irrumpió poco antes de las 19.00, armado con un fusil de estilo militar equipado con una mirilla, y segó la vida de siete personas, al Schemenggees Bar & Grille, donde mató a otras ocho. Decenas de efectivos de varias agencias locales, estatales y federales ―entre ellos, 80 efectivos del FBI― se desplegaron por una vasta zona boscosa, teñida ya por los colores del otoño, todo un espectáculo aquí a estas alturas del año. Dar en esos parajes con alguien con recursos para la fuga se antojaba una misión casi imposible. Entretanto, la guardia costera patrulló durante todo el día el río Kennebec.

“Podría haber sido uno de mis hijos”

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Entre uno y otro punto de la matanza, Card condujo a través de calles de casas estilo Nueva Inglaterra un todoterreno blanco una vez hubo acabado con la primera parte de su macabra misión. Unos seis kilómetros y 10 minutos en coche separan ambos lugares. Melissa Holmes, vecina de la bolera, estaba recogiendo a uno de sus tres hijos de un gimnasio cercano cuando todo sucedió. No escuchó los tiros. “Podría haber sido cualquiera de mis niños”, recordó aún con el susto en el cuerpo a la puerta de su hogar, en una calle de viviendas destartaladas. “No me puedo creer que esté pasando esto aquí; siempre ves por televisión que sucede en otro lado, y rezas por esa gente; ahora necesitamos que recen por nosotros. Y que den cuanto antes con ese malnacido para que podamos empezar nuestro luto colectivo”.

Cerca del Schemengees, Laurie Ford, que abrió su casa para que los reporteros y los policías pudieran usar el baño (“eso es lo que hacemos en Maine, ayudarnos los unos a los otros”), explicó que conocía a tres de las ocho víctimas identificadas. “Esta es una comunidad pequeña y con fuertes lazos”, añadió. Estaba casi convencida de que Joe Walker, manager del restaurante, que trató de hacer frente al asesino con un cuchillo, y Ron Morin, “un viejo amigo de hace muchos años”, estaban juntos en el bar. Bill Brackett, uno de sus compañeros de la empresa de paquetería en la que trabaja, murió en la bolera.

Una avenida sin circulación este jueves en Lewiston, Maine.
Una avenida sin circulación este jueves en Lewiston, Maine. JOSEPH PREZIOSO (AFP)

Hay 10 asesinados aún sin identificar, por, según explicó la funcionaria municipal Angelynne Amores, “las dificultades derivadas de la naturaleza y el alcance del ataque”. El tipo de arma que el sospechoso empleó es conocida por la devastación del daño que provoca en los tejidos de quienes reciben sus balazos.

Los heridos de la masacre fueron trasladados al hospital del centro de Lewiston, cuyo acceso a los curiosos estuvo impidiendo la policía durante toda la jornada del jueves. Tres de las víctimas no sobrevivieron a esa noche. A unos 15 kilómetros de allí, en la también confinada Lisbon, la carretera estaba de nuevo cortada en torno al lugar donde Card abandonó su coche apresuradamente para continuar su fuga.

Las investigaciones de las autoridades se centraron al principio en esa zona, y, según iba transcurriendo la jornada, se trasladaron sobre todo a Bowdoin, donde el FBI interrogó a los familiares del fugitivo, propietarios de varias casas en la zona. Por la noche, decenas de coches de periodistas se agolparon en una carretera cualquiera de ese barrio mientras los agentes decían por los altavoces: “Robert Card, estás detenido. Sabemos que estás dentro, sal con las manos en alto”. Un fuerte despliegue de hombres armados hasta los dientes estaba listo para evitar la fuga del sospechoso en medio de la noche de luna casi llena, mientras un helicóptero sobrevolaba la escena. Todo quedó una falsa alarma: al rato estuvo claro que allí no había nada más que hacer.

Una tienda y una gasolinera cerradas tras el tiroteo masivo en Maine, este jueves.
Una tienda y una gasolinera cerradas tras el tiroteo masivo en Maine, este jueves. JOSEPH PREZIOSO (AFP)

De Card se fueron conociendo más detalles a lo largo del día. Sus compañeros en el Ejército empezaron a notar en verano un comportamiento preocupante, que denunciaron. Pasó dos semanas en tratamiento psiquiátrico, hasta que lo dejaron sin supervisión. Tenía una relación con una mujer, que había terminado recientemente. Juntos frecuentaban la bolera y el restaurante, los lugares del crimen. Lo habían echado de su último trabajo en una planta de reciclaje de residuos. Y se había abierto en abril una cuenta de Twitter (ahora X), en la que mostraba simpatía por algunos destacados miembros de la derecha norteamericana, del congresista Kevin McCarthy, al locutor Tucker Carlson o el ensayista canadiense Jordan B. Peterson.

Aparentemente, dejó una nota de despedida para su hijo, cuyo contenido no ha trascendido.

Era aficionado a los bolos y a los dardos, además de instructor de tiro, una experiencia que lo convirtió el miércoles en un eficaz asesino con una pavorosa destreza. Con su baja densidad de población, su estilo de vida al aire libre y su pasión por la caza, Maine es uno de los Estados en los que más fácil resulta comprar un arma. Es legal portarlas en público y no se requieren exámenes previos para que alguien pueda hacerse con una, incluso si es un rifle de asalto de estilo militar como el que, según los primeros indicios, usó Card, o si esa persona tiene un historial de problemas de salud mental o de violencia de género. Tampoco cuentan con lo que en Estados Unidos se conoce como una “red flag law” (ley de bandera roja), que permitiría la retirada de un permiso de armas a quien las autoridades consideren que pueda representar un peligro para sus vecinos.

tiroteo en maine
Robert Card entra armado en la bolera Just-In-Time Recreation este miércoles en Lewiston, Maine. Policía de Maine

En otra conferencia de prensa celebrada en el Ayuntamiento al final de la tarde, el congresista demócrata por Maine Jared Golden, cuyo distrito incluye Lewiston, entonó un mea culpa por todo eso. Él fue uno de los cinco miembros de su partido que el año pasado se opusieron a una ley diseñada para prohibir los rifles de estilo militar, que concursan en la mayoría de los tiroteos masivos. Ya son 565 desde principios de año y hasta el de este miércoles, según Gun Violence Archive, organización que lleva las cuentas de la violencia armada en Estados Unidos (y que en solo 24 horas tuvo que sumar otro: en Carolina del Norte, cinco muertos).

“Ha llegado el momento de asumir la responsabilidad de este fracaso, por lo que ahora pido al Congreso que prohíba los rifles de asalto”, dijo Golden. “Pido perdón y apoyo”.

Al filo de la medianoche, las autoridades ordenaron otro día más de cierre de los colegios de la zona e insistieron en la advertencia que gritaban los luminosos del downtown siniestramente vacío en una desabrida noche de jueves: “Shelter in place”. Refúgiense en sus casas: un asesino anda aún suelto.

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